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Perfumes de diseñador

Diorissimo

Todos recordamos el olor de una madre. “El olor más extraordinario de este mundo” decía mi amiga Pepa. El olor que nos envuelve con su protección y que no deja que nada del mundo exterior nos amenace. A menudo gastamos en artilugios como sillitas para el coche con isofix y bugaboos, cinturones, carritos, moisés, hamacas, cojines, nidos, capazos, maxicosis, en un desfilar infinito de diseños alemanes y fabricación en serie. Todo para proteger la delicada cabecita de los bebés, sus huesecillos de goma. Es fácil olvidar lo evidente, pues lo evidente suele ser tan cotidiano que no nos paramos siquiera a saborearlo, a masticarlo, a digerirlo, a entenderlo como se merece. Y lo evidente es que el olor de mamá es lo que realmente protege a los pequeños, lo que los hace transitar desde el universo oscuro y lejano que habitaban y los coloca en este mundo sensible de objetos concretos y seres vivos y caducos, en esta historia que nos estamos contando. En esos instantes en que el cuerpecito animal de los infantes está decidiendo si quedarse o volver es el olor de mamá el que lo ancla fuertemente a este planeta. Le enseña el camino y lo cubre de un halo de amor y calma que será fundamental para que crezca sano y fuerte. No hay nada más seguro que el cuerpo de papá y mamá. Nada más extraordinario que el olor de una madre.

Mi madre no era de las que usan un solo perfume. Puedo recordar el espacio en el baño reservado a las colonias con su pequeña colección de frascos mágicos como pócimas que conducían a distintos lugares, como ventanas a mundos de fantasía sensible. De todos ellos, el que más se ponía era el Eau Dynamisante de Clarins, así que imagino que si los recuerdos tuvieran la lógica de los ensayos clínicos ese debería ser el olor que me recordara a ella, que me la trajera de vuelta en este día de honrar a nuestros muertos.

Sin embargo, los recuerdos no funcionan así. Supongo que en eso consiste la escritura, en entender cómo funcionan realmente los recuerdos. Proust lo entendió mejor que nadie y aún hoy no podemos mojar una magdalena en Earl grey sin empapizarnos con su prosa. Para mí, mamá siempre será Diorissimo. Ese Diorissimo vestido con pata de gallo como una señorita parisina.

Diorissimo era, después de sus dos años viviendo en París, lo mejor que le había pasado a mi madre.

Cuando íbamos en coche nos ponía canciones de Brassens y nos enseñaba a cantar Les Philinstins (esos pobres burgueses a los que el destino les daba hijos poetas y melenudos para castigarlos) y escuchábamos una y otra vez la canción de las lilas “cuando voy a la floristería, lo único que compro son lilas” y repiqueteábamos el estribillo de Je me suis fait tout petit. Las lilas eran entonces tan mágicas y mamá decía que solo un perfume en el mundo había conseguido capturar el olor de las lilas y que ese perfume era Diorissimo. Diorissimo, el perfume que olía a lilas.

Las lilas florecían en casa de la abuela, mucho antes de que las manadas de perros lo llenaran todo de ese olor agrio de las casas de los locos. Yo hundía la cabeza entre las flores diminutas y sentía las cosquillas en la cara y el olor a lila llenándome entera, llevándome a París, a los filisteos, a mamá cantando feliz al genio francés y yo también me enamoraba «en quelque sorte» de esa flor.

No sé si tendría 9 años cuando decidí que le regaláramos entre los tres un frasco de Diorissimo por el día de la madre. Yo solía ser la encargada de elegir los regalos, así que pensé que mi madre se merecía totalmente ese olor a lilas, ese poquito de París en su armario. “El bote grande” dije en la perfumería y a papá le pareció muy caro, pero lo pagó igual.

El bote duró muchísimo. Mucho más, al menos, que mi madre. Mamá solo se lo ponía en ocasiones especiales. Antes se hacía eso, guardar para ocasiones especiales aquello que nos gusta. Eso me deprime un poco, porque puedes después darte cuenta de lo poco especiales que han sido tus días viendo lo poquito que has gastado de tus frascos más exquisitos, lo nueva que está la vajilla, lo intactas que lucen algunas joyas. Siempre que usé Diorissimo era como volver a estar abrazada por el olor protector de mi madre, la que supo quedarse con el olor de las lilas en medio de aquella casa fría y sórdida.

Fue muchísimo más tarde cuando me enteré de que Diorissimo no olía a lilas, que era un famoso perfume de muguet, ese ramillete que los franceses se regalan en primavera, esa florecita blanca que salpica los campos como campanillas de las hadas.

Diorissimo tiene esa calidez fresca de las flores blancas. Es un perfume tan obviamente primaveral como el cuadro de Botticelli.

Eso no quiere decir que tengamos que esperar a la primavera para ponerlo. Quitando los días sofocantes de un agosto en el sur creo que podría encajar en casi cualquier ocasión. No es un perfume sexy que invite a desvelar, a acercarse, a investigar cómo será la piel que lo lleva, sino más bien un perfume generoso, que abraza, que trae la primavera a cualquier lugar al que va. Es el perfume de una profesora que huele tan bien que estás deseando que se acerque a corregirte los ejercicios para disfrutar unos instantes de su fragancia.

Y os diría que gracias a internet ya he podido salir de mi error, que ahora puedo oler Diorissimo pensando que es muguet y no lila su nota destacada. Pero eso no es cierto en absoluto. Los perfumes no funcionan de esa manera. Los recuerdos no funcionan de esa manera. La narrativa no funciona de esa manera. La narrativa consiste en que yo y vosotros seamos capaces de oler las lilas en un perfume que nunca las ha tenido. Las lilas son más que una flor. Las lilas son ese amor perdido que nos devuelve la florista, son el abrazo extraordinario de una madre que nos ancla en este mundo y nos recuerda que la primavera existe, aún en lo más duro del invierno, son ese bote de pata de gallo y aire francés. Las lilas son esa calle de Ascoy a la que enviábamos nuestras cartas de amor a un hombre misterioso. Las lilas son Diorissimo.

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