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Perfumes de diseñador

Anaïs Anaïs

Las chicas guapas de los 90 leían poemas de Bécquer y se perfumaban con Anaïs Anaïs. Os lo puedo decir porque yo no era una de esas chicas. Yo leía a Stevenson y a Nabokov y bueno, si tenía que quedarme con un poeta español, me quedaba con Jaime Gil de Biedma, o incluso con Quevedo (el ingenio agudo, la pluma hiriente) antes que con Bécquer y en cuanto a perfumes solía cogerle el frasco de Poison o de Opium a mi madre y, en fin, era más bien desaliñada, por decirlo suave. Todo lo de las chicas guapas, desde sus faldas plisadas hasta su perfume de Cacharel y sus oscuras golondrinas lo definía con esa palabra horrible que enviaba de un carpetazo cualquier cosa al baúl de lo irrelevante: CURSI.

Yo no quería ser cursi. Yo no era cursi. Yo huía del rosa como de la peste, veía cine en blanco y negro y forraba mis carpetas con perritos y mis libros de texto con imágenes de una guerra lejana (cabezas cortadas, niños desnutridos) para visibilizar el horror en un mundo que –según mi opinión– se tomaba la realidad demasiado a la ligera. Era tan poco cursi que despaché con un “¿es que no sabes patinar solo?” al chico que me gustaba cuando me intentó dar la mano en aquella pista de hielo del norte de Francia.

Fue el tiempo en el que empezaba internet, los sonidos del módem como música ritual que te conducían a un espacio insólito, las facturas de teléfono exageradas porque conectarse costaba exactamente lo mismo que una llamada y el tecknochat como único espacio de encuentro con desconocidos.

Entonces me hice una web, puse poemas, dividí los textos con líneas sangrientas, me puse un nombre provocador y me enamoré esta vez de otro chico, de uno que vivía en una ciudad más glamurosa que la mía, tenía amigos más interesantes que los míos e iba a estudiar una carrera más intrigante que la que iba a estudiar yo. En el fondo creo que no es que estuviera enamorada de él, sino que quería vivir su vida.

En ese tiempo repartieron lacitos blancos con el lema “un día la ternura moverá el mundo” perfumados de Anaïs Anaïs y claro, no me pude resistir a hacer algo que ninguna bruja que se precie de ser buena debería hacer: magia de nudos. Amarré uno de los lazos, lo guardé en la caja fuerte y le mandé al chico una carta con una declaración de amor. Todo muy siglo XIX. El chico calló y el lazo languideció en mi caja fuerte, con su nudo bien atado y su dueña sintiéndose un tanto culpable de utilizar la magia para alterar la voluntad ajena (niñas, no lo hagáis en casa).

Pero me quedó el recuerdo. Al final de todo somos eso: nuestras propias historias. Somos quienes nos contamos que somos e incluso llegamos a creernos nuestra propia ficción, de tanta importancia que le damos a las historias. Los olores son detonadores de historias, y no hay perfume más proustiano que Anaïs Anaïs. Olerlo es volver a los 90 en un instante. Imagino que por eso le han puesto “the original”, porque no permitirías que te tocaran esa evocación, porque hay recuerdos sagrados, porque el olor dulce y empolvado, el olor a flores en el agua del perfume de Cacharel forma parte de nuestra historia tanto como la Guerra de las Galaxias, la Super Pop o la serie esa en la que nos enamorábamos alternativamente de Luke Perry o de Jason Priestley.

Me costó, no vayáis a creer que no, aceptar lo cursi. Aceptar que, pese a todo, era incluso más cursi que las chicas guapas que leían a Bécquer, reconciliarme con la ternura, con las historias de amor, con las novelas rosa, con las series navideñas que derriten los corazones fríos, con Anaïs Anaïs.

Los perfumes de Cacharel subieron de precio cuando nos hicimos mayores, imagino que para recordarnos que siempre hay que pagar algo más por la nostalgia y Anaïs Anaïs es el perfume más nostálgico que conozco. Hay que hacer un viaje de vuelta, un viaje que implica deshacer nudos, renunciar al cinismo, abrazar una novela de Alice Kellen con una tacita de algo caliente en una tarde de otoño, volver a la ternura como forma primordial de relacionarse con el mundo, volver al pastel, a la caricia, a la dulzura, regresar a los poemas de Bécquer como si los leyéramos por primera vez, con ojos nuevos, y reconocer en ellos nuestra historia, con sus luces, sus sombras y su genio.

Anaïs Anaïs es la inocencia perpetuada en un perfume, pero esa inocencia tiene también un punto insólito y provocador. Anaïs Anaïs es también ese chico narrando la historia de las hermanas Lisbon a través de puertas entreabiertas, frases pronunciadas por tipos poco fiables y detalles íntimos que cuenta Eugenides en su novela Las Vírgenes Suicidas. La inocencia suele resultarle excitante a los perversos. Puede que esa sea la diferencia entre cinismo y perversión: un cínico intenta alejarse lo más posible de lo tierno, a un perverso le llega esa ternura como una provocación. Las flores de Anaïs Anaïs, con su tremenda inocencia, están solo a un paso de la corrupción. Anaïs Anaïs puede ser un perfume para los perversos, pero jamás será un perfume para los cínicos.

¿Podemos soportar esa ternura decadente, esa invitación a la nostalgia, esa declaración de intenciones de lo cursi? ¿Podemos ser capaces de renunciar a parecer tipos y tipas duras, badasses, fuertes y valientes, dueños de nuestro destino? ¿Es que acaso nos permitiremos rendirnos a lo suave, lo tierno, lo hermoso de este mundo? ¿Podemos perfumarnos con Anaïs Anaïs sin cinismo, sin nostalgia y sin envidia? Esas son las preguntas esenciales, las preguntas que nos dirán si al fin los lacitos tenían razón, si la ternura tiene algo que hacer en este mundo.

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