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Tonnerre o Churruca en Trafalgar

El brigadier Churruca oteaba la línea enemiga maniobrando más allá de Cabo Trafalgar desde la proa del San Juan Nepomuceno, primer navío de línea de la 1ª División de la Escuadra de Observación de la flota combinada franco-española, al mando del incompetente vicealmirante Villeneuve (derrotado y humillado en Finisterre sólo unos meses antes), aquella fresca mañana del 21 de octubre de 1805. Para enfado monumental del bravo marino vasco, la escuadra navegaba a sotavento, ofreciendo mayor ventaja a Nelson, que maniobraba para organizar sus navíos en dos líneas, tras la fatídica orden del francés de virar al noroeste rumbo a la bahía. El viento tímido no ayudaba, y mucho menos la poca capacidad maniobrera de algunos de los más pesados buques de guerra de la alianza.

The Battle of Trafalgar, obra de Clarkson Stanfield
The Battle of Trafalgar, obra de Clarkson Stanfield

Churruca murmuraba entre dientes, su rosto sombrío, los oficiales y guardiamarinas en derredor, con gesto de respeto, circunspectos, mientras los marinos se afanaban sobre cubierta y bajo ella, trajinando en los palos, el sollado limpio y expedito, y bajo tablas, carenado en firme y con fondo de cobre, las piezas de artillería cargadas de metralla y plomo, hierro y fuego, y sangre por derramar en las arterias de los bravos infantes de marina.

El San Juan Nepomuceno contaba aquella mañana con una dotación de 693 hombres (12 oficiales de marina, 10 oficiales mayores, 37 oficiales de mar, 212 infantes de marina, 70 artilleros de mar, 50 artilleros agregados, 178 marineros, 126 grumetes y 18 pajes) y 86 piezas de artillería, 28 de a 36 libras, 30 de a 18, 8 de a 12, 10 obuses de a 36, 6 obuses de a 24 y 4 obuses de a 4 libras de bronce. A la fatídica orden de giro, el San Juan quedó en retaguardia, en el grupo de Gravina, a bordo del Príncipe de Asturias. Fue entonces cuando Churruca mandó hincar la bandera, sabiendo de antemano la dura tarea que le aguardaba: la combinada destinada al desastre. No había duda: para el marino era la victoria o la muerte. Apenas días antes había escrito a su hermano, y en su misiva dejó este corolario que se demostraría profético: si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto.

En apenas unos minutos, el San Juan fue asediado por buques enemigos, hasta cinco, vomitando un virulento y sostenido fuego de artillería sobre los marinos españoles. El fragor de la batalla (tonnerre o estruendoso en la lengua de Churruca), el ruido atronador de los cañones (tonnerre o trueno, que es otra acepción del término), el humo espeso y acre de la pólvora negra (que es el acorde prominente de Tonnerre), la cubierta otrora impoluta resbaladiza y así artera ora por la bilis y humores de los eviscerados, ora la sangre (nota secundaria de la fragancia) a borbotón de heridos por docenas que, por doquiera, entre el humo y el griterío, porfían por sostener el postrer hálito vital. Y entremedias, el soplo suave y apacible del aire, y el calmo restallar del tímido oleaje (acordes de sal y brisa de levante en el perfume) sobre quebrados y humeantes cascarones, emboscados en la niebla de la guerra, en la oscuridad confusa y caótica de la madera voladiza (notas leñosas) de astillas azuzadas de prisa y muerte que se hunden en la carne empujando los jirones negruzcos y tiznados de ropajes coloridos que malogran la sangre de sepsis, preludio funesto de amputados.

Muerte de Churruca en Trafalgar de Eugenio Álvarez Dumont (Museo del Prado)

Y entonces Churruca es tocado por la muerte, su pierna derecha fulminada por la candente bala asesina del cañón inglés. Huesos blancos sobresaliendo del muñón pulsante y un roción de sangre como el soplo carmesí del leviatán furibundo asaeteado de arpones. Y la delgada línea roja. Y la enseña hincada sobre cubierta aguijoneada por las andanadas de fusilería, para no ser arriada, para no ser arriada. Su fiel segundo, Moyúa, sosteniendo sus despojos, compañero y amigo, en mil batallas curtido, y su uniforme hermanado en la sangre (moriría poco después también, don Francisco Moyúa). Pero determinado, dotado del valor implacable del que ya se tiene por muerto, ordena a su oficial le busque en la sentina un cubo con arena en el que apoyar los restos de su pierna y así mantenerse erguido, a la vista de sus hombres. Tal era el marino. Y como vivió murió, de pie, sin miedo, entre los marinos e infantes. Sin una mísera gota de sangre ya en su cuerpo, la misma cuajada en la arena. Sangre y arena. Y el salitre de pólvora, que es a la guerra lo que el mar al marino, maderas nobles desportilladas, humo de batalla, sudor, rabia, miedo, espanto y furia. Ruido de sables y mosquetes. El fragor atronador de la batalla, que es la muerte. Que es Tonnerre.

Quiera usted, lector, vestir el dulce aroma beatífico de la paz, de frutas y flores henchido, trufado de amor y bonhomía. Su perfume, que no el mío. Y pueda yo, por ser quien soy, vestir la cólera y la furia, el humo del cañón, la sangre del marino, sobre los crespones turmalina de un mar azogado por la batalla. Quédese entonces con su medianía, y yo con la gloria de Churruca en Trafalgar. He dicho.

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