Si te exaltas, el Señor huye de ti, si te humillas, él viene a ti.
Filippo verdaderamente es un creador entusiástico, dotado de un más que evidente talento artístico polifacético. No necesita impostar, infatuar nada, prescinde de presunciones vacuas, aunque a veces peque de premura, un pecado venial por otra parte, de fácil remisión. Entiendo apresuradas otras colecciones suyas, especialmente esas cosas inefables que ya reseñé en su día y que no revisitaré ahora, ni mentaré. Pero aquí, con esta magnífica Reliqvia vuelve donde él se siente cómodo, y dónde en verdad ofrece su mejor faceta, conectando con buena parte de sus seguidores, que somos fieles a su estilo, muy a pesar de sus vaivenes o precisamente por éstos, porque el genio es de natural voluble y desavisado, no se puede planificar, ni estabular, es libre de manera intrínseca, y no conoce por ende agendas, ni dictados, ni leyes si me apuran.
Reliqvia es una trasmutación olfativa de iconografía sacra, cristiana, si tiene esto algún sentido. Pero déjenme que me explique, si puedo. Este hombre, artífice por derecho propio, es capaz de mudar la materia en olor, de convertir acordes en la incontaminada contemplación de espacios vernáculos, momentos, conceptos. Además lo logra, las más de las veces, con ese raro virtuosismo de la inherencia, aún siendo sincrético, y acumulando en una suerte de batiburrillo innúmeras cosas. Sincretizar lo múltiple, amalgamarlo en la consistencia monolítica de acordes acrisolados, ¿me siguen? Veo que sí.

En esta última creación, la que nos ocupa hoy, Filippo trata de capturar en olor el espacio y ambiente de un lugar que conoce muy bien, la Iglesia della Croce, un templo sacro sito en Senigallia (provincia de Ancona) que data de 1608. Este edificio singular, pues aúna en su fachada el estilo renacentista tardío con un interior rematado de decoraciones barrocas de una belleza y recargamiento sublimes, fue construido por encargo de la Confraternita del SS. Sacramento e della Croce, a la que pertenece el propio Sorcinelli, que ejerce de director artístico de esta cofradía y como organista, dicho sea de paso (recuerdan aquello del artista multifacético que decía yo antes). El edificio, amén de ser una joya artística que conjuga diversos estilos, está preñado de historia. Sin ir más lejos, la iglesia se encuentra muy próxima al Palazzo Mastai Ferretti, donde, el 13 de mayo de 1792, nacía el beato Giovanni Maria Mastai Ferretti, quien se convertiría en el Papa Pío IX (1846-1878), cuyo papado pasaría a la historia como el más dilatado en el tiempo. Además, Giovanni Maria se inscribió en la cofradía que nos ocupa en su juventud permaneciendo fiel a la misma hasta su muerte.

Entre las numerosísimas obras de arte que podemos encontrar en el templo destacamos el maravilloso retablo del genio de Urbino Federico Barocci, Trasporto di Cristo al sepolcro (1582). Pintor manierista italiano que no pocos emplazan entre Correggio y Caravaggio dado su muy particular estilo eclético, y que desarrolló buena parte de su carrera en la égida dell’arte della Controriforma (Contrarreforma). Por cierto, pueden ver dos de sus obras en El Prado, una es La Natividad (fechada en 1597), regalada por el duque de Urbino a la reina Margarita de Austria (esposa de Felipe III). La segunda y magnífica obra es un gran Cristo crucificado (1612), cuyo fondo incluye un paisaje muy realista de Urbino. Este cuadro colgó sobre la capilla ardiente del duque de Urbino y fue legado por éste al rey de España.

Por si el fabuloso retablo de Barocci no fuera suficiente, la recargada maravilla barroca de la Chiesa della Croce esconde multitud de obras de arte de gran valor, como un retrato de Santa Bárbara, atribuido a Claudio Ridolfi, discípulo de Barocci. A ambos lados del retablo encontramos cuatro obras del pintor local Giovanni Anastasi: Natività y l’adorazione dei Magi, l’Angelo Nunziante y la Vergine annunziata. Ni qué decir del valioso órgano emplazado en el contracoro, construido por el conocido artesano veneciano Gaetano Callido en 1775.
Si han llegado hasta aquí, comprenderán cuán ardua es la tarea que acomete nuestro artista, tratando de reconcentrar olfativamente este maravilloso templo en una plétora de acordes que hagan justicia a la historia contenida en esos muros vetustos, ahítos de la sacra religiosidad de las eras, del legado artístico de gigantes. Cómo, entonces, preñar las notas en nuestro perfume con el provecto aroma de los enmaderados del artesonado, de las volutas y florilegio añoso, y su preñez de áureos oleos, sus convoluciones y adornos, encajados con la maestría de ensambladores y entalladores, que laboraban en sus cajas, basas, frisos y capiteles; y los carpinteros y escultores; pintores y canteros; estofadores y doradores; orfebres y herreros. Imagine, lector, el olor de este templo, sumando sus partes en un todo ordenado, yuxtapuesto: la madera de los bancos pulida por la grasa de los feligreses; docenas de lienzos enmarcados recargados de pigmentos de mil procedencias: desde el óxido del rojo veneciano, hasta el lac de la India, pasando por el terre verte, el malaquita o el amarillo Nápoles. Los dorados craquelados, requemados, de pan de oro borrachos. Cirios por cientos y sahumerios, incensarios tiñendo los barnizados del olor de los evangelios; los paneles y maderos amostazados, como la bella botella de Reliqvia, esturados y pegajosos de la cera de los velones y cirios. Y en los deambulatorios entreanchos, el olor acre de los seglares, sacerdotes y hombres y mujeres píos, entremezclados, recubiertos por salmodias y latinajos, amordazados por la fe y acunados por el ulular divino del órgano, que es la voz de los ángeles. Apresar este olor eterno que no finible, no es baladí, y aquí, en este perfume, tenemos un acercamiento, un intento afortunado, tal vez no perfecto, pero que resulta evocador en grado sumo. Pues encontramos, sobre todo, el incienso en Reliqvia, acomplejado, yo diría que acompañado por la mirra, aunque no se liste, porque la mirra torna en bueno un incienso malo y la buena mirra convierte en sublime un incienso bueno. Y hay madera vetusta, barnizada (la almáciga del lentisco y elemí con sus dejes fenólicos), que obtenemos de acordes leñosos, nudosos y oscuros, del sándalo y la especiada delicadeza de la madera de Cachemira. La sahumadura que tiñe la madera como nebladura los campos está presente, junto a la acidez del tabaco que apenas se siente. Clavo y nuez moscada, ya por último. Echo en falta algo para ser perfecto, pero no logro descifrar el misterio de lo ausente, pues no estoy dotado del talento necesario, pero tal vez la hondura espiritual de los hombres en su tránsito finisecular renacentista, imposible de aprehender, ni siquiera para Filippo. Simplemente no podemos entenderlo, simplemente debemos aceptar y humillarnos ante Cristo redentor, y por ello, sobre la puerta de acceso al templo, se grabó otrora esta suerte de admonición de San Agustín de Hipona:
Erigis et fugit a te humilias te et venit ad te