Hoy, un día que abraza una efeméride fundamental, como veremos a continuación, vuelvo a este rincón mío, tan personal e intransferible, la llave que permitió la edición de nuestro libro, Perfume: Una Guía a Quemarropa. Algunas de las reseñas que acabaron en sus páginas se generaron en este lugar como saben. Ya algo más desembarazado de su carga, puedo crear contenido en total libertad, mientras sigo escribiendo la que se convertirá en la segunda entrega de nuestra guía, que anda ya configurándose, poco a poco. Y cómo no, puede que algunas de las nuevas reflexiones que compartiré con ustedes, terminen apareciendo en la misma. O quizás transfiera aquí un puñado de las reseñas aparecidas en la primera guía, tal como voy a hacer hoy, aprovechando tan singular aniversario. En fin, que vuelvo a estar presente, y escribiré aquí con mayor asiduidad, espero que todas las semanas si la salud me lo permite.

Y es que, tal día como hoy, un 28 de julio de 1914, hace casi ciento diez años, daba comienzo uno de los más terribles acontecimientos: la Primera Guerra Mundial. Sus consecuencias aún las sufrimos, comenzado por la Segunda Guerra Mundial, cuya génesis estuvo impresa en la catastrófica resolución y administración de la posguerra, la crisis del 29 y el auge de los nacionalismos y extremismos exacerbados durante la contienda, en una Europa colonial inmersa en un proceso de industrialización y tensiones sociales.
El alcance de la devastación fue tal, que aún hoy se producen muertes accidentales por la detonación de explosivos activos aún presentes en los campos de batalla.
Como afirma con precisión Tony Judt, vivimos todavía en el periodo de posguerra, y muchos de los acontecimientos que hoy sufrimos hunden sus raíces en estos dos conflictos mundiales. La ignorancia de las élites para desenredar este nudo gordiano no dejará nunca de sorprender, para mal. Así como el desconocimiento general sobre estos procesos, mientras el mundo vive sumido en un tsunami de idiocia y estupor. Esto me hace recordar aquella famosa frase de Remarque, inolvidable autor de Sin novedad en el frente:
Soy joven, tengo veinte años, pero no conozco de la vida más que la desesperación y la muerte, la angustia y el tránsito de una existencia llena de la más estúpida superficialidad a un abismo de dolor.
Pero de aquella brutal degollina —aunque por un tiempo que se demostraría exiguo, de manera aciaga— surgiría uno de los más dinámicos y efervescentes movimientos socioculturales en nuestra historia, que coadyuvaría como pocos a crear un acervo artístico de una sublimidad fantástica, pero fugaz en sí, tristemente. Aunque su mismo carácter efímero, ayudaría incluso a cimentar en nuestro imaginario ese mundo alegre y redivivo surgido de la más absurda destrucción y empeñado en alcanzar la libertad del espíritu humano, anhelo sempiterno inherente a su misma naturaleza: esa pulsión indeleble y vivaz por persistir ante la calamidad y desear, y siempre buscar, la felicidad. Estoy hablando de los felices años veinte.
En este periplo mío, alocado y contumaz, por encontrar fragancias que evoquen estos años memorables (roaring twenties, années folles o goldene zwanzige en alemán), troqué mis pasos con Orphéon (Diptyque), y su narrativa desencadenaría en mí esta reflexión, que apunté en la guía y que comparto de igual modo aquí, con ustedes:

El advenimiento trágico y calamitoso de la Primera Guerra Mundial alumbraría, inopinadamente, el desembarco del jazz en la capital parisina, cuando los soldados afroamericanos disfrutaban de sus ratos de asueto juntándose para tocar piezas de ragtime y jazz en los teatros de variedades de la ciudad. Concluida la contienda, durante los locos años veinte (années folles) el jazz terminaría por enraizarse en el país alumbrando toda una nueva hornada de músicos locales, como Django Reinhardt y Stéphane Grappelli —ambos formarían el conocido como Quintette du Hot Club de France—, cuyo talento, entreverado, alumbraría un género tan ecléctico y rico como el jazz manouche —estilo que no tardaría en viajar de vuelta a los Estados Unidos, encontrando un sustrato increíble para desarrollarse en los barrios desfavorecidos de Nueva Orleans, como el Fabourg Tremé, donde en realidad, y según Wynton Marsalis, nació años antes el jazz—. Como decíamos, París acabaría convirtiéndose a la par en una suerte de imán para los artistas estadounidenses más destacados, incluyendo a Josephine Baker, Ella Fitzgerald y Louis Armstrong. Es evidente que las leyes segregacionistas eran mucho más laxas en Francia, cuando no inexistentes. Esto supuso un caldo de cultivo fundamental para la llegada de artistas de todo el mundo, comenzando a surgir en la escena musical parisina una mezcla de estilos musicales de diferentes culturas. Por ejemplo, entre las décadas de 1930 y 1950, el biguine, un estilo de jazz del Caribe francés, fue tremendamente popular entre las orquestas de baile. No pocos artistas biguine de Martinica se mudaron a la Francia continental, donde lograron una mayor popularidad en París, especialmente a raíz de la exposición colonial de 1931. A los anteriormente citados Grapelli y Reinhardt, se unirían nuevas estrellas emergentes, como Alexandre Stellio y Sam Castandet.
La Segunda Guerra Mundial, y la larga ocupación nazi del país, supuso un duro interludio para el jazz francés. Pero, terminada la guerra, la música volvería a inundar los bulevares, clubes y cabarés de la ciudad, con más fuerza que nunca. Para finales de la década de los cuarenta, el mítico local Le Caveau de la Huchette se convertiría en un lugar importante para los músicos de jazz franceses y estadounidenses, que acogería la llegada de estrellas tan rutilantes como Charlie Parker, Thelonius Monk, Dizzie Gillespie o Miles Davis. Es más, muchos artistas de jazz estadounidenses, prendados de la bohemia y pulsión artística y creativa de la ciudad, como Sidney Bechet o Archie Shepp, elegirían la urbe como su residencia, teniendo una influencia en el jazz galo nada desdeñable. Esta vibrante y dinámica escena seguiría desarrollándose con los años, desde la turbulenta década de los setenta hasta la actualidad. Y es aquí donde entroncamos con la fragancia de Diptyque, que trata de homenajear a los clubes parisinos de principios de los sesenta y, en especial, uno de nombre Orphéon y cuyo local, por lo visto, era aledaño a la primera tienda abierta por la marca en la ciudad del Sena. Y dicho esto, centrándome en el perfume propiamente, se me antoja demasiado empolvado, cualidad que no termino de asociar con un club de jazz, y he estado en docenas de ellos, por el largo y ancho mundo. Posee un toque verde especiado suave y demasiado entonado, dulce impropio, luego todo lo demás tímido casi, cuando me hubiera encantado presenciar la efervescencia intensa de la improvisación artística, el maravilloso y sucio sincretismo del manouche; o la estética nerviosa, cortante y álgida del bebop, con tempos rápidos y vibrantes, transiciones de notas, que no musicales; pasando al énfasis en la verticalidad de los acordes del perfume tal si fueran improvisaciones y contratiempos del hard bop. Bueno, esto es un imposible casi para el perfumista, lo sé, y no soy de pedir, pero sí de imaginar. Y por Dios, más vigor, corpulencia en las notas de madera, que se me antojan sin redaños, desfloradas y calmosas. En fin… Con todo le doy tres estrellas de cinco, pero podría haber sido mucho mejor.
NOTA: La imagen que acompaña al texto, obra de Frank Hurley, muestra a soldados australianos en el saliente de Ypres, inmersos en un paisaje fantasmagórico devastado, durante la tercera batalla homónima. Fotografía fechada el 29 de octubre de 1917. Las fotos del perfume provienen de la página oficial de Diptyque.