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Bombardas, chirimías y dulzainas

Desde tiempo inmemorial los sonneurs de couple bretones han tocado su música por callejuelas y bulevares, bajo los tilos y robles, acompasando su caminar al son de sus talabard y sus binioù tradicionales (una suerte de gaita de tamaño contenido). El talabard bretón es lo que nosotros conocemos como bombarda y que, en cierta medida, es un instrumento musical de viento fabricado en madera similar a nuestras más castizas dulzainas (pitas en mi tierra) y chirimías (no menos curioso nombre que proviene del francés chalemie). Pues bien, desde su región de origen bretona, dicho instrumento se extendería por toda Europa, formando parte de las composiciones populares que nos legaron nuestros antepasados hasta nuestros días. Y explico todo esto, pues en verdad no tiene nada que ver con el perfume que nos ocupa aquí, aunque lo pareciera, por mor de la particular botella (pueden ver la foto arriba), de una brillantez creativa notable, asemejándose a la boquilla de un instrumento de viento (aunque la boquilla de una bombarda es algo diferente). Y así me he permitido este alarde al no resistirme a componer un título que de seguro ha llamado su atención, pues pocas veces uno tiene la ocasión de hablar de bombardas, chirimías, pitas o dulzainas. En fin, no me lo tengan en cuenta… Porque, además, la supuesta boquilla de la botella no es tal, es otra cosa, como veremos más adelante.

Pero vamos a centrarnos en lo que nos ocupa, que no es otra cosa que el perfume (más bien un extracto de perfume) con el nombre de Contre Bombarde 32, de Filippo Sorcinelli, un artista italiano talentoso e iconoclasta. Esta bombarda a la que hace mención en su narrativa Filippo se refiere al registro posterior de algunos órganos, cuyos tubos, de mayor tamaño, producen una nota más grave, casi apostólica, fúnebre, como un adminículo severo que un profeta nos legara para salvar nuestras almas impías tal cual bíblica señal de los últimos días, como si dentro resonara la voz sepulcral, serena empero gutural y áspera, de Jeremías, Ezequiel o Isaías. El organista, desde su consola, maneja los registros con sus tiradores o manetas, que tienen la curiosa forma (en no pocos instrumentos, pues hay muchos y diversos tipos de órganos) que adopta el tapón de esta botella. Dice Filippo en su nota, y tendremos que creerle, que la bombarda es el registro más poderoso del órgano, cuyos tubos están situados en la parte más alejada, «profunda», de la caja, con sus varillas de considerable tamaño, razón por la cual reciben gran cantidad de depósitos: polvo milenario de pieles cerúleas de cientos sino miles de fieles, incienso, cera y el pecado del mundo, todo ello estratificado al pasar de los siglos y compactado por la gracia de Dios. En verdad es maravillosa esta historia, y la forma que presuponga y haya asumido el artista para alcanzar semejante epifanía. Pues es que reproduce con habilidad el olor que podría embeber la estructura del instrumento colosal, conformado por la madera oscura pulida por la grasa y sudor del organista, el marfil de los mandos, teclas y pedales, y el metal ennegrecido por el humo de los cirios, los incensarios y turíbulos y los braseros de carbón. Maderas polícromas, doradas y zainas por el betún de Judea, la plata renegrida de los adornos litúrgicos y el sudor de los parroquianos, la más antigua y hedionda resina humana, tan vieja como el diablo. Todo eso y más podemos encontrar en este formidable y ceremonial extracto, una maravilla incensada, amaderada, vetusta, pontificial, casi sacramental. De las más bellas y logradas esencias de incienso, resinas y maderas oscuras que he olido en mi vida.

Dos pequeñas y tímidas aplicaciones, el sosiego de un lugar alejado del mundanal ruido, y de fondo, una pieza de Bach (por ejemplo, el andante de la Sonata Nº3 con su telaraña de ocho compases inicial) y ya puedo morir en paz, pues como diría el maestro: la música es una de las pocas delicias permisibles para el alma.

Y la muerte es un bálsamo delicioso, que no otra cosa…

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