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Ma Nishtana, de Parfums Prissana

El arte de la perfumería es uno de los más vetustos, pudiendo encontrar testimonios escritos en vestigios arqueológicos de las más antiguas civilizaciones. Sin ir más lejos, en las Sagradas Escrituras, descubriremos referencias a perfumes en veinticuatro de los treinta y nueve libros del Antiguo Testamento y en nueve de los veintisiete libros del Nuevo Testamento. La primera referencia explícita la encontramos en el Génesis, donde se nos habla de la profusión y calidad del cultivo de resinas aromáticas, denominación que englobaría tanto al olíbano (incienso o franquincienso) como a la mirra, en la mítica región de Havilah. Podemos emplazar esta región como la propia que definiría el territorio habitado por los ismaelitas que iría desde Havilah hasta Shur, frente a Egipto en dirección a Asiria, es decir, la parte meridional de la península arábiga, incluyendo territorios al sur del antiguo Egipto, lo que hoy conocemos como cuerno de África, y que además coincide con los territorios donde la planta de la boswellia sacra es oriunda: Yemén, Omán, Etiopía y Somalia. La importancia de esta resina queda patente en el texto sacro asociando la región, ubérrima en frutos y riquezas, incluyendo el oro, con el Jardín del Edén.

La Biblia, pues, está trufada de referencias explícitas a perfumes y sus ingredientes, tal vez algunas de las más hermosas las encontramos en el Cantar de los Cantares, donde se nos narra la llegada de la litera del rey Salomón entre columnas de humo perfumado de incienso y mirra y toda suerte de perfumes. Más adelante, en este tercer canto, se nos refiere un misterioso perfume del Líbano y un jardín hermoso y fragante donde crece la flor de la alheña (también conocida como henna, utilizada desde la Edad del Bronce para tiznar la piel, el pelo, uñas, cueros de animales, seda y lana) y hay nardos y azafrán, caña aromática y canela, toda clase de árboles de incienso, mirra y áloe, entre las mejores especias aromáticas.

Pero antes del Cantar de los Cantares, en el libro del Éxodo, existe una referencia explícita al altar de madera de casia preparado para quemar el incienso y la receta de la elaboración del «aceite de la unción», elaborado con las especias más finas: mirra fluida, canela aromática, caña aromática, casia y aceite de oliva. Volveremos sobre este punto más adelante…

Pero a mí, muy personalmente, siempre me ha cautivado la relación del aceite de nardo índico o espicanardo (nardostachys jatamansi oriundo de la India, que no debemos confundir con el nardo o polianthes tuberosa, también conocido como vara de San José y que tiene su origen en México) con Jesucristo (aparte del muy conocido episodio de los Reyes Magos, con su mirra, incienso y oro). Como sabrán, este óleo tan valioso en la época formaba parte de los bálsamos sagrados hebreos empleados para consagrar a sacerdotes y reyes. Jesucristo, durante su proceso de circuncisión, es ungido con aceite de nardo. En algunas interpretaciones de los viejos textos el trozo de piel de Jesús extirpado tras el proceso de circuncisión es conservado en una redoma de aceite de nardo, propiedad de un perfumista de renombre, a quien se le conmina severamente a guardarse de vender la misma, aunque le ofrecieran trescientos denarios por ella. Otra referencia al aceite de nardo la podemos encontrar apenas días antes de que Jesús fuera prendido, estando en Betania, María, la hermana de Lázaro, agradecida de seguro por la milagrosa resucitación del mismo, rompe un frasquito de alabastro repleto de costoso aceite de nardo para ungir la cabeza y los pies de Jesucristo. Judas, allí presente, se escandaliza ante el derroche de perfume, recriminando el acto a María, pero Jesús interviene y le dice: déjala, para el día de mi apresamiento ha guardado esto, porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura. Jesús ya sabía pronta su captura, tortura, crucifixión y fallecimiento, y ve en los actos de María de Betania en casa de Simón el leproso cumplido el primer acto de su calvario: la unción de su cuerpo en preparación para su muerte.

Es interesante hacer notar que sólo el gálbano es natural de Palestina, mientras buena parte de los demás ingredientes aromáticos provenían de regiones cercanas (o lejanas para el caso del nardo) o limítrofes. Y la mayoría de los compuestos citados, especialmente la mirra y el incienso, deben sus propiedades aromáticas a los terpenoides (monoterpenoides para el olíbano especialmente). Seguramente, buena parte del proceso de obtención de los esenciales se llevaría a cabo empleando aceites vegetales como solventes y técnicas antiguas como la maceración o bien la destilación por ebullición de agua.

Dicho todo lo anterior, que podría servir como introducción, me gustaría volver sobre el papel del olíbano, el franquincienso, pues esto es un blog sobre perfumes y no sobre la exégesis bíblica y hoy tratamos una de las mas fascinantes fragancias que tienen a este material como protagonista principal, y me refiero a Ma Nishtana, creada por Prin Lomros para su sello Prissana. Ya hemos leído antes como en el Éxodo Jehová ordenaba a Moisés la construcción de un altar para quemar el incienso, donde también se nos ofrece la fórmula del mismo que debería servir de igual modo para la unción del mobiliario sacro y los elementos accesorios tan importantes, incluyendo el Arca de la Alianza, que sería depositada en la parte más sagrada del Tabernáculo. Dicha fórmula se nos dicta como elaborada con especias aromáticas, estacte (estoraque o benjuí), uña aromática (parte de la concha del estrombo), gálbano aromático y olíbano puro; de todo en igual peso. Las leyes hebreas de la época prohibían, bajo amenaza de penas severas, el uso de este aceite para otros afanes diversos de aquellos propios de los rituales sagrados. Y con la debida indulgencia divina y pagana, hoy, siglos después, podemos acercarnos, de manera respetuosa y pía, a aquellos tiempos levíticos donde el incienso era un vehículo esencial para conmutar la falibilidad humana con la infalibilidad divina, lo tangible con lo intangible, lo abstracto con lo material. Sea pues el olíbano un suerte de substancia vehicular de la misma divinidad, tal vez la postrer posibilidad de trascender lo mundano. Ma Nishatana nos traslada a la cueva en Patmos donde, Juan, provisto de apenas unas raíces para mascar, un cántaro de agua y un poco de incienso para quemar, contempla extasiado la revelación (porque eso es lo que significa Apocalipsis en griego) del Fin de los Días. Tal es la perfección de esta sabia e inmarcesible conjunción afortunada, o dictada por una sabiduría ancestral enclavada en la más pura tradición oral, que aúna el misticismo de antaño con la modernidad de hogaño, para deleitarnos con una experiencia ultraterrena. La pericia de Lomros construye un acorde celestial de resinas vetustas y el más bello incienso de olíbano que oliera, pues es casi sacramental, litúrgico, suntuosamente «ambarado» y especiado, destacando la mirra y el benjuí, endulzado todo por el cardamomo y el sándalo, expuesto con lenidad y donosura. Qué maravilla esta es, que me recuerda a otras solemnes composiciones, bellas y memorables, como Reve d’Ossian o Akkad. Qué deleite, qué misterio e intimidad conjurada por la tenebrosidad sacramental de enigmas encarnados en la bruma de los siglos; retornados como por ensalmo a Betania, en un Caballo de Troya del arte de la perfumería, para asistir atónitos a la unción de Jesús; o bien, mucho antes, a la colocación del Arca de la Alianza construida por Belazel en las sombras del Sanctasantórum del Tabernáculo mientras el propio Aarón, tocado de su filacteria, unge la misma con su vara florida antes de depositarla en su interior.

Si gustan de la nota de incienso, fundamental en la historia de la perfumería, uniendo ésta con las propias raíces de la religiosidad humana, elemento angular, clave de bóveda, de su constante esfuerzo por desvelar los secretos de su propia existencia, de su misma razón de ser, no pueden dejar de probar esta fragancia.

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