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Vapeurs Diablotines, de Sous le Manteau

He tenido la oportunidad de acercarme a las fragancias de esta casa francesa, Sous le Manteau, recientemente, comenzando a explorar sus creaciones poco a poco. Quizás ésta que tratamos hoy, Vapeurs Diablotines, sea una de las más reconocidas, al menos en lo que me toca, pues a falta de conocer la línea en su integridad, es la que más ha apelado a mi faceta emocional que, a la postre, es la única que me impele a situarme al teclado y escribir una reseña. Mi visceralidad es lo que tiene: volubilidad, carácter, independencia en mis pareceres e impaciencia. Luego está mi diletantismo y mi pulsión por nunca acabar nada, como el Ismael de Melville, que conjurado con su Dios redentor, suplicaba a éste que le salvara de concluir asunto alguno en su existencia, como si tal cosa proveyera a los demonios del permiso para robar sus días y acercarlo a la muerte. Algo tal que así medra en mi sistema límbico, como un germen virulento que me acompañara enervado en mi conciencia y que me impulsara a no zanjar nada en absoluto, a mantener desembaraza mi alma, libre de todo estorbo, expedita y veloz, a salvo de injerencias, como postrer pasaporte a la eternidad.

Y vivo hoy en la certeza de no tener nada por seguro, preñado de recuerdos que son honduras de melancolía. Soy aquel que yerra en el páramo, rebosante de amargura, en esta estación que preludia los fríos por venir como adagio invernal. Amortajado en vida por la nostalgia de tiempos que se esfumaron para no volver y de veranos risueños, ahítos de alegría, que venían a morir en la tristeza ventosa de días oscuros, de árboles marchitos, senderos malditos y hombres proscritos, que escapan a la noche abrazados por niebla que embosca como sudario de muerto. Siempre sueño despierto, mi alma recogida y abrazada por tiempos misteriosos y ruinas de otrora. Entonces, miro a través de mi ventana abierta a la llanura infinita, para ver las quebradas azules al final de la hondonada, por encima del horizonte como en volandas sobre nubes ajironadas. Y sólo entonces apresto mi ánimo, pues hay por descubrir. Y la montaña se oscurece, más allá de los campos sembrados, saturada de sombras angulosas. Y al llegar el crepúsculo me convertí en un proscrito. Sin hacer ruido. Ninguna luz iluminó mi camino, ni nadie se cruzó conmigo. Y como un perro sin dueño pasee mi desvelo en las quebradas. De todas partes afluían recuerdos, de anhelo y aventura, desesperación y delirio. Me alcanzó la medianoche en el páramo, sobre la colina destelleaban las luces de la ciudad…

Hay que soñar, usted tiene que soñar, como yo lo hago y le he descrito. No existe otro modo de ser libre, como decía yo en otra entrada, pues el puro gozo estético presente en esta fragancia, ahíta en su irrelevancia, es todo lo que nos queda para extraviarnos en nuestra propia imaginación. Pues a ella apela la narrativa de la casa Sous le Manteau, y de qué otro modo se entenderían sus perfumes sino como transliteración de viejas fórmulas alquímicas, de pociones y filtros de amor. Lo cierto es que dichas creaciones se nos presentan encapsuladas en botellas de colores vivos, líneas rectas y caracteres modernos, con reminiscencias estéticas que beben del purismo estructural más minimalista y funcional y que en cierta medida contradicen la propuesta mollar que obra en la línea argumental de la casa. No obstante, la combinación de artes presente, su yuxtaposición afortunada, la propia de la fotografía de Ksenija Kurs y el guion de Florient Azoulay, así como la dirección artística de la perfumista Nathalie Feisthauer, concluyen en una propuesta orgánica que cobra sentido de alguna manera: armónica, coherente, integral. Aunque yo prefiero dejar volar mi imaginación, apéndice más valioso de mi alma, y ante un perfume con este nombre: Vapeurs Diablotines, ustedes me permitirán hacerlo en propiedad y compartir lo que yo siento al oler esta composición:

Imagino pues un gabinete alquímico, que contuviera redomas y balsameras por cientos, anafres de barro y ollas de cerámica, hornillas para el azafrán (empleado para los sahumerios sagrados), turíbulos, turíferos e incensarios de muchas y diversas formas. Hay cajas de madera grabada a rebosar de mirra, incienso, frankincienso de olíbano, casia, aceite de sándalo, ládano, bálsamo de tolú en frascas enceradas, aceite de tiaré infundido en coco de islas lejanas, absoluto de gardenia y rosa damascena. Hay sacos con cardamomo negro y blanco, pimienta rosa fragante, jalea real, clavo negro como la pez, resina de oud de la madera del árbol agar, incluso ámbar gris de los lejanos mares del sur. También balsameras con resina de asafétida y anime de copal. Hay botes con elemí meloso (hoy reseco y agrietado por efecto del tiempo), y colofonia en roca de los pinos de mar. En cajas de madera de cedro compartimentadas hay muchas redomas con licores de colores opalescentes, irisados y brillantes, lechosos algunos, como jaspeados, etiquetados con nombres singulares: miera de terebitánceos, exudado de humor de sapo, sangre de draco de Sumatra, oleo de ratanes, ámbar, ácido sílvico, barritas de palo santo infundidas en alcohol de batata, crema de lináloe y almáciga y jarabe de opopánaco extraído de la vivaz pánace umbelífera (empleado desde tiempo inmemorial como adminículo para tratar los achaques lamparónicos del corazón y como béquica en los afectos catarrales, usado de igual manera en la composición de emplastos, ungüentos y linimentos). Y entre todo este guirigay, nuestro hombre, que trabaja afanoso en sus fórmulas, todo en derredor un maremágnum diabólico de olores entremezclados, vivarachos y juguetones, oscuros y claros, crasos y sarmentoso, pesados y livianos, coriáceos y tendinosos, animálicos y angelicales, macilentos y lardosos, butirosos. Y al anochecer, recostado en su camastro, en un rincón del lugar, le sobrevienen pesadillas, cuando es visitado por un súcubo concupiscente, erótico y sicalíptico, de belleza incandescente, que abotarga el seso de nuestro alquimista y lo enfrenta a un trance de alucinación hipnagógica. Y bestia diabólica y hombre hacen el amor envueltos en el miasma especiado que los abraza. Todo esto para mí es Vapeurs Diablotines.

Dejando mi efusividad literaria entusiasta, este perfume es un conjunción afortunada, aquietada y elegante, de elementos canónicos de la perfumería primordial y académica, compuestos y ordenados con la precisión instrumental y procedimental, rebosante de talento, propia de la Feisthauer: cítricos apocados, desenvolturas de cuero (un azafrán tímido), exaltación especiada de acordes concatenados efusivos, transparentes, translucidos, acres en su justa medida, así el coriandro como el clavo. Todo sujeto por una base oscura, contrapuesta, algo eclética, aromática y rastros tímidamente perversos de la piel cálida y enrojecida de nuestra súcubo: el castóreo (sintético a todas luces). Y en la ultratumba un sótano de resinas, pachuli y vetiver. Una maravilla infatuada adrede, erótica, compactada de sutilezas, de una beldad carnal y perifrástica, efímera, que se mueve en las convoluciones de notas y acordes magistrales, transparentes y bronquiales, que no es belleza de fogueo sino un sueño en vigilia, de dioses y demonios. Puerperio de las musas de Nathalie Feisthauer, sean las propias del Averno o de un cielo redentor. Ella sabrá…

NOTA: Las fotos empleadas en esta reseña provienen de la página oficial de esta casa. Esta reseña ha sido hecha en base a una muestra de este perfume adquirida por un servidor.

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