Hoy todos en la comunidad de aficionados a los perfumes, y de manera particular en el nicho de los perfumes artesanos de distribución limitada, conocen una obra seminal de la talla de L’air du désert morocain. Formulado por Andy Tauer, este perfume era su segunda creación, en realidad una versión algo más ingrávida que su primera fragancia, también muy exitosa: Le maroc pour elle. Sin apenas formación en perfumería, este biólogo molecular reciclado sorprendió al mundo y a la crítica especializada, al menos a buena parte de la misma, la más respetada creo yo -dejando a un lado a toda esa tropa de zascandiles de lo YouTube, incapaces de discernir un buen perfume de una lavativa, qué decir de expresar o describir de manera inteligible, aunque entre la morralla hay excelentes tipos, que reseñan con interés-. Luego de éste vinieron otras tantas composiciones, las más de las veces sensacionales, originales a su modo, dotadas de una personalidad propia, especialmente Au coeur du désert -una iteración proteica y proterva de su L’air du désert morocain-, y también PHI Une rose de Kandahar, por citar sólo dos de mis favoritas. También ha pergeñado cosas horripilantes, a mi modo de ver, cómo ese constructo abismado y tembloso, que huele a fosa séptica, Phtaloblue. En fin, lo que quería decirles es que, cuando tu segunda obra se convierte en un hito de la perfumería posmoderna, en una suerte de icono, casi una fragancia de culto, el listón queda ya muy alto y resulta muy complicado superar, no ya técnicamente, o por falta de pericia y experiencia, cualidades que encontramos en Andy en abundancia, sino más bien condicionado por la percepción del gran público, que somos todos, y en las expectativas que inconscientemente levantamos en nuestros procesos intelectivos, cuando nos acercamos a una nueva creación.
Pero hay otro fenómeno que vengo observando y que creo que juega aquí un papel importante: me refiero a la pulsión del creador por presentar composiciones nuevas con más premura de la aconsejable, englobado todo en una sociedad líquida sometida a ciclos de consumo desparejados, apresurados, acelerados, acuciantes. Los productos apenas duran en las estanterías de los comercios, desplazados por nuevos artículos, de cientos de fabricantes, empeñados en un carrera sin freno por producir fragancias en serie de calidad sospechosa, las más de las veces meros refritos iterativos, cuando no copias o emulaciones más o menos afortunadas. Cada poco surgen nuevas casas, nuevas colecciones, nuevas propuestas que vienen a sumarse a todo un marasmo de productos que languidecen en la sombra sepultados por los añadidos recientes, creando un círculo vicioso que terminará por resultar pernicioso, toda vez ocluye aquellas propuestas más interesante, que no alcanzan nunca a emplazarse en primera fila de los lineales, o si lo hacen apenas duran días allí para ser desplazados al poco. Vivimos en la égida de la fast fashion, la moda pronta, la sobreproducción y saturación de los mercados. Hoy ya la competencia en la perfumería nicho es feroz, no digamos ya en la más comercial, en cualquier nivel de calidad y precio. Desde marcas low-cost hasta las premium, nunca habían competido tantas marcas en el sector de la perfumería. Este fenómeno, que muchos de ustedes ya habrán identificado, sin lugar a dudas, malogra la creatividad como no imaginan, esquilma la calma, sosiego y paciencia necesarias para alumbrar una verdadera obra maestra. Tiempos oscuros donde vemos como se replican hasta la extenuación perfumes tan viles como Erba pura, o mediocres como Baccarat Rouge 540, y entremedias cientos, sino miles, de medianías sin alma, deplorables cosas menudas, creadas en los hornos de las grandes corporaciones industriales, bien por software inefable o por un equipo de «negros» de batas blancas, esa famélica legión ayuna de talento alguno, ejército de perfumistas que no son tal cosa, esos estómagos agradecidos y los simoníacos (los reseñadores atolondrados y botarates, vendidos, esclavos de la industria y de su propia sandez). Qué panorama, ¿no? Pues esto es lo que hay.
Y creo que Andy, el bueno de Andy, ha sufrido en su carnes algo de lo que yo decía arriba con este Sundowner. A ver, no es un mal perfume, está ahí el marchamo Tauer, su ADN. Sundowner es una fragancia rigurosa, taciturna, un buen conjunto de acordes especiados; si bien no es brillante tiene una luz propia cuajada de relumbrones y colores atabacados, tal vez esa reminiscencia especular que el perfumista retrotrae de su memoria para hacernos contemplar el crepúsculo acrisolado de atardeceres encadenados a la nostalgia. Y es bonito, sí, con su toque verde amarronado mortecino, juncoso, y esa rosa pálida que se ampara apenas entre las moléculas artificiales que sostienen el sombrajo. Pero a esto le falta un hervor, amigo Tauer, se me antoja apresurada, es poco vindicativa de su legado, y sufre también por él, porque no está a la altura. Se queda corta, está encajonada en su propio apresuramiento, nace con obsolescencia programada, y no es redonda, sus remaches no son sólidos, están donde deben para amortajar el metal de sus olores, pero no resistirán el choque con el iceberg del tiempo.