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Historia y perfumes

Insolence, de Guerlain, divina y celestial violeta

La violeta es una flor en verdad maravillosa, que ha arrobado a escritores y poetas, juglares, trovadores y cantantes, artistas variopintos en definitiva, cuando no a personajes históricos, incluso a santos, beatos y devotos. Ya el mismo Shakespeare nos habla de esta flor morada en su Hamlet; y Goethe compondría un conocido poema narrando como una solitaria violeta es aplastada por el paso descuidado de una alegre pastora. En la mitología de la antigua Grecia, aprendemos que Hades rapta a Perséfone cuando la bella dama anda recogiendo violetas —que se creían entonces nacidas de la sangre de Atis, el amante eunuco de Cibeles, que se castró a sí mismo enloquecido de amor—. Los romanos consideraban a la violeta como una flor revestida de una dignidad funérea, y tenían por costumbre depositar un ramillete de frescas violetas sobre el catafalco o urna del difunto o el occiso, junto a ofrendas de comida y vino. La innúmera imaginería o figuración artística de María la hace rodeada de flores, en olor de santidad, referida mediante el empleo de sobrenombres sonoros y cargados de simbolismo como Rosa mystica y Regina sacratissimi rosarii. Pero, si bien la rosa tiene un lugar muy cercano a María —flor mística y mariana por excelencia—, en no pocas ocasiones podemos observar a la Virgen en un hortus conclusus, siempre próxima a una fuente de agua, su figura orlada de rosas y violetas, cuando no sentada en un prado alfombrado de flores níveas y azulinas primaverales. También la recordamos tocada de una corona de flores, pues ya san Ildefonso, uno de los padres de la Iglesia, imaginó a María coronada de un nimbo de flores y piedras preciosas entre las que mentaba el lirio, el azafrán, la rosa, la violeta y la caléndula. Siglos después, Bernardo de Claraval identifica a María con la violeta en sus sermones marianos, imprimiendo a esta unión toda la mística bernardiana que coadyuvaría de manera definitiva a la propagación del culto mariano por toda la cristiandad.

María Luisa de Austria, segunda esposa de Napoleón, amaba el olor de las violetas, así como su marido. Mítica es la frase atribuida al corso cuando, una vez obligado a abdicar tras la derrota de la Grande Armée y la firma del Tratado de París, Talleyrand lo exilia en la isla de Elba y justo antes de partir dice a sus fieles correligionarios: «volveré a Francia cuando las violetas florezcan». El azahar y la violeta eran las flores favoritas de la reina Victoria, la primera la llevó prendida en una tiara guarnecida de flores el día de su boda, y la pequeña flor morada adornaba sus estancias privadas. En la célebre obra de teatro Pigmalión (Pygmalion) de George Bernard Shaw, en sus primeras escenas, vemos a Eliza Doolittle vendiendo violetas, personaje que Audrey Hepburn tornaría en inolvidable en la adaptación cinematográfica, My fair lady (George Cukor, 1964). Y nosotros, en este hermoso país con forma de piel de toro, tenemos a Raquel Meller o Sara Montiel cantando La violetera, canción igualmente inmarcesible compuesta por José Padilla y escrita por Eduardo Montesinos. Y esto es solo un botón de muestra de las innumerables referencias que encontramos de la flor en la cultura popular.
Y leído lo anterior llegamos, ahora, a la que es una de las más hermosas evocaciones de la flor, trasmutada en perfume de hermoso florilegio, ornado divino y celestial, orquestado por Maurice Roucel en estado de gracia. Cítricos espumados de aldehídos afrutados, azahar y rosa violácea y vainilla almizclada. Perfecto en todas sus fases, elegante y esbelta empero sólida como una cariátide.

Virgen y Niño en Hortus Conclusus, c.1410. Anónimo alemán. Expuesto en el Museo Thyssen -Bornemisza.

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