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Tiare, de Ormonde Jayne

A estas alturas, por toda la geografía de nuestro país, muchos de ustedes ya habrá notado de seguro los primeros calores de la temporada, heraldos de la canícula agosteña que está por venir y que se anuncia caldeada y polvorienta, de perros jadeantes y niños pidiendo agua como si no hubiera un mañana. Es curioso, y si me permiten la digresión, a la que ya estarán acostumbrados si son lectores asiduos de este portal, «canícula» deriva de canes (perros) y su alusión encuentra un acomodo astronómico, pues alude a la constelación Can Mayor/Canícula y su estrella Sirio, conocida desde tiempo inmemorial como «la abrasadora», ya que su orto helíaco coincidía con el solsticio de verano boreal y por ende el comienzo de los calores sofocantes (si bien, actualmente, debido a la precesión del eje terrestre, Sirio reaparece en el cielo matutino a principios de septiembre), de ahí la frase de días perros o días de perros, que luego se ha generalizado para referirse a toda jornada caracterizada por inclemencias climáticas. Como verán, es maravilloso como todo bajo las estrellas tiene su explicación, y la manera en la que nuestras expresiones y costumbres encuentran su arraigo en la sabiduría de tiempos pretéritos, pues caminamos sobre los hombros de gigantes, de la dilatada historia e intrahistoria (término unamuniano que recoge dicha «tradición eterna», que sirve de «decorado» a la historia más visible de nuestra civilización) de la Humanidad.

Si han llegado hasta aquí, se preguntarán: ¿y qué demonios tiene que ver toda esta solfa astronómica con los perfumes?¿Habrá Pedro enloquecido definitivamente? En realidad ya estaba loco antes de comenzar este blog sobre perfumería. Y en cuanto a la primera pregunta, pues decirles que el ser humano ha empleado perfumes desde tiempos remotos para sobrellevar los rigores estacionales y las circunstancias aparejadas a la volubilidad de dichos cambios climatológicos. Por ejemplo, se cree que ya en el neolítico, el homo sapiens empleaba sustancias aromáticas para ahuyentar a los insectos en verano y refrescarse, cuando los mismos se multiplicaban, o todo lo contrario: para atraer presas. Es bien conocido también que quemar determinadas plantas fragantes ahuyenta a las alimañas, o induce estados alterados de la percepción. Los perfumes comienzan a perfeccionarse, nace la destilación (seguramente en la zona conocida como Civilización del Valle del Indo), y se mezclan sustancias para ritos religiosos muy diversos (los primeros extractos obtenidos mediante solventes aparecen en Mesopotamia). Posteriormente, en la antigüedad clásica, y tal y como recoge Hipócrates, el uso medicinal de los perfumes se generaliza, incluyendo su empleo para actividades deportivas y ceremoniales en la Grecia clásica. De igual manera el comercio de estas sustancias florecería, y de aquilón a austro, de poniente a levante, por todo el Mediterráneo, galeras fenicias cargadas de ánforas y aríbalos venía ahítas de ambrosía, aceite de rosas, empastes egipcios, resinas de Saba y maderas infundidas de incienso, mirra, azafrán, caña y acanto. Qué demonios, si hasta los samurái del periodo Muromachi perfumaban sus armaduras para ir a la batalla…

Y mientras todo esto ocurría en torno al Mare Nostrum, allende las columnas de Hércules, más allá de la Atlántida, y de todo lo que fue, en aquel mundo ignoto que esperaba ser «descubierto» siglos después, otras civilizaciones prosperaban, y empleaban sustancias aromáticas para sus ritos y usos. Desde los mayas con el agave amica (nardo) que conocían en su lengua como «flor de hueso», hasta los nativos de la Melanesia y Polinesia que, desde el albor de sus inicios, hacían uso de la flor autóctona de tiaré, la fragante y ubérrima gardenia taitensis, para decorar sus atavíos, empastarla con leche de coco para obtener aceite de monoï e incluso emplearla con fines medicinales en la herboristería tradicional. Por ejemplo, en Tonga se preparaba una infusión de la corteza y hojas de la flor para aplicar gotas del mejunje en la nariz, los ojos y la boca para tratar la «afección de los espíritus» (un achaque del espíritu supuestamente inducido por los difuntos que perturbaba a sus seres queridos y del que hay referencia explícita en las tradiciones orales de las culturas nativas americanas de las tribus Navajo y Muscogee, así como en los pueblos polinésicos) . En Samoa, partes de la planta se utilizan para aliviar la inflamación, así como para preparar infusiones, caldos y emplastos.

Pero donde verdaderamente destaca la flor de tiaré, sin lugar a dudas, es por su embriagador, envolvente e indólico fragante y denso olor craso y difusivo. Una rara maravilla de la evolución natural, de los endemismos autóctonos que la más salvaje naturaleza obsequia, revelándose a un mundo precisado de estos placeres efímeros, remotos e incluso misteriosos. Qué extraña y súbita revelación tendría Johann y Georg Forster, padre e hijo, cuando, como miembros de la misión real capitaneada por James Cook, en su segundo viaje oceánico, con el propósito de desvelar los secretos de la Terra Australis Incognita, se toparan con esta maravilla nívea de color y olor angelical, bien en su matorral de hojas enlucidas y brillantes, de color verde esmeralda, o bien prendida de los cabellos negro azabache de las isleñas. Afortunados ellos, y afortunados nosotros de poder recrear dichas sensaciones de otrora acercándonos a la que creo mejor y más lograda emulación de esta fabulosa creación de Dios. Gracias a Ormonde Jayne y su demiurgo, encarnado por el señor G. Schoen, por construir una emulación realista y muy lograda de esta virginal fantasía ebúrnea y láctica, cuya grávida presencia bien pudiera sustanciarse en untura del más fragante y delicado aroma que flor alguna nos regalara jamás. Y es que la enérgica enjundia de la flor es complicada de quintaesenciar, y precisa de contraponer su abisal profundidad, empero limpia y pura que no oscura, pues es brillante en su blancor nevoso, con la precisa eterealidad, y nada mejor para conseguirlo que Schoen, maestro de la difusividad molecular nuclear, del empleo de espectrales conjunciones atómicas para lograr lo imposible: aunar tiaré y jazmín, flores indólicas donde las haya, y dotarlas de una sublime y delicada volatilidad espiritual, liviana, tierna, sensorial y fresca. En verdad en el inicio es calmosa su llegada y preludia una sofisticación y elegancia que se descubre en el más logrado acorde de tiaré ahí fuera, una oriflama carnal de una mujer de blanco roto escoltada por sus doncellas tocadas de guirnaldas (ylang, iris y freesia). Y de fondo, el lecho amatorio de las maderas fragantes y cremosas del HMS Endeavour de Cook, que se adivinan apenas, pero que enmarcan y concluyen este repertorio de elegancia inmaterial, de la efímera belleza del más hermoso nimbo floral, exótico, lejano y misterioso allá fuera.

Otro día hablamos de Frangipani, también de Ormonde Jayne. Yo con su permiso, me vuelvo a Vanuatu.

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