Bakkaris es un portal de reseñas, historia y noticias sobre el apasionante mundo de la perfumería.
Nicho

Corpus Equus de Naomi Goodsir, o «caballo loco» Duchaufour en Little Bighorn

Si la fresca mañana del 25 de junio de 1876 alguien le hubiera dicho al adusto y serio Tasunka Witko que esa misma tarde sus guerreros sioux Lakota infligirían una de las mayores derrotas al Ejército de los Estados Unidos durante la Gran Guerra Sioux de 1876, no lo hubiera creído, y mucho menos nuestro aguerrido líder Oglala, descreído y experimentado, que ya viera la sangre correr a borbotones en la Masacre de Fetterman.

La jornada avanzaba calma, dejando atrás la atemperada mañana trocada por una tarde calurosa. Un tímido viento del sur apenas tenía fuerza para rizar la tierra y levantar timoratas lenguas de polvo que se colaban entre los labios agrietados de los soldados de caballería de la columna del mayor Reno, avanzando al trote hacia el noroeste; sus movimientos enmascarados por la espesa maleza que corría a lo largo de la orilla sur del río Little Bighorn. La misma arboleda se desparramaba tupida en su flanco derecho a lo largo de la cañada sobre la cual sus hombres cabalgaban, dispuestos en dos compañías de aproximadamente cuarenta hombres al frente y una tercera tras éstas de vanguardia. Eran las tres de la tarde del 25 de junio. La trampa estaba montada…

Marcus Albert Reno seguramente no sabría del terrible error cometido hasta que la sangre y los sesos de su explorador arikara, el famoso Bloody Knife, regaron su rostro. Cuchillo Ensangrentado cayó como un pelele de su montura, su cabeza convertida en una nube carmesí de fragmentos de hueso. El mayor Reno tardó unos valiosos segundos en decidir el curso de acción, mientras trataba de desprenderse de un pedazo de cerebro de su fiel scout indígena que se desplazaba por su rostro como un caracol en una sartén caliente. Aullando, ordenó a sus soldados que desmontaran y se desplegaran en una línea de escaramuza, de acuerdo con la doctrina estándar del ejército. En esta formación, uno de cada cuatro soldados sostenía los caballos mientras sus compañeros se desplegaban, con una separación de cinco a nueve metros entre cada hombre, los oficiales en la retaguardia y los soldados a cargo de los caballos detrás de los oficiales. Este fue el segundo error de Reno esa aciaga tarde, toda vez que dicha disposición redujo la potencia de fuego de sus soldados dramáticamente. Pero el mayor cometería más errores esa tarde, alguno de los cuales le acompañaría hasta el fin de sus días.

El mayor Reno sabía que no podría resistir mucho tiempo en esa posición, pues recibía desde la arboleda, en su flanco, y desde el frente, violentas andanadas de fusilería. Sus hombres se pegaban al terreno y gritaban, mientras su jefe, fuera de sí, se mostraba confuso. Incapaz de leer la situación, ordenó a sus hombres que montaran de nuevo para iniciar la retirada. No hizo ningún intento de enfrentarse a los indios para evitar que mataran a los hombres que, heridos o combatiendo aún, quedaron abandonados a su suerte en retaguardia. Cuando uno ataca otro tiene que retroceder, no hay más remedio. La retirada, como todos saben, es la más difícil de las maniobras militares, pero aquello no era una retirada ordenada: era una desbandada, una huida apenas controlada. Por si fuera poco, había que vadear el río de vuelta, maniobra complicada de por sí, toda vez que guerreros Cheyenne disparaban sobre la caballería desde un repecho próximo que dominaba ambas riberas del Little Bighorn. Reno informaría más tarde que tres oficiales y veintinueve soldados habían muerto durante la retirada y posterior vadeo del río.

Aunque todo lo acontecido hasta ahora esa sólo un mero preámbulo para la tragedia que se avecinaba. Los elementos y protagonistas estaban dispuestos sobre el tablero. Pero volvamos ahora a Custer, que avanzaba con su columna más al norte, entre las colinas, ignorando lo que estaba ocurriendo cerca del río, donde las tropas de Reno habían desmontado de nuevo en una loma con la intención de hacerse fuertes en la misma, y donde al poco, fue alcanzado por la columna del capitán Benteen (Compañías D, H y K), que llegaba desde el sur. Esta fuerza regresaba de una misión de exploración en el flanco meridional, y aunque había recibido órdenes de reunirse con el destacamento de Custer más al norte, una vez en contacto con las maltrechas tropas del mayor Reno, ignoró sus órdenes y desmontó para ayudar en la defensa de la colina. Posteriormente, el destacamento de Reno y Bentee sería reforzado por la Compañía B de McDougall, que transportaba los carros con vituallas y municiones.

Los movimientos de Custer desde el ataque y retirada de Reno son en gran medida conjeturas, ya que ninguno de los hombres que avanzaron con el batallón de Custer (las cinco compañías bajo su mando inmediato) sobrevivieron a la batalla. Yo creo que el teniente coronel intentó aliviar la presión sobre las tropas de Reno, dividiendo a sus tropas (un error imperdonable), pues al menos una de las compañías realizó un ataque de señuelo al suroeste de Nye-Cartwright Ridge directamente por el centro de la «V» formada por la intersección en el cruce de Medicine Tail Coulee a la derecha y Calhoun Coulee a la izquierda. Aunque también es probable que Custer intentara alcanzar el paso de Medicine Tail Coulee para luego girar hacia el río con intención de vadearlo. Sin embargo, los guerreros Siuox de Tasunka Witko se percataron de la maniobra, y con las tropas de Reno en retirada desordenada valle abajo, los Sioux lanzaron un gran ataque contra Custer, quien se vio obligado a girar sobre sus pasos y dirigirse a la colina donde morirían todos… con las botas puestas…

Custer’s Last Stand de Edgar Samuel Paxson

En realidad nunca sabremos lo que ocurrió en dicha colina y en los terrenos circundantes aquella tarde, pero quizás sea esto lo de menos. Me he permitido traer este conocido fragmento histórico porque me servirá como telón de fondo para algunas de las observaciones que quiero realizar sobre esta fragancia, Corpus Equus, que es lo que nos ocupa hoy aquí verdaderamente, aunque si les soy sincero, me interesa harto más la epopeya y tragedia vivida en Little Bighorn que esta fragancia, que en esencia es del todo irrelevante. Vamos a ver, según nos cuenta la narrativa de la casa Goodsir, esta cosa trata de captar, a modo de homenaje, el olor de un caballo árabe, el semental equino predilecto de la Goodsir, ahí es nada. Una composición negra; dicen ellos con notas «animálicas», digo yo con notas caballunas. Y luego la directora creativa pasa su mano por el lomo del jamelgo con un discurso trufado de epítetos gloriosos: «fogoso, intrépido, de paso elegante, de melena al viento, dejando tras de sí el olor de la tierra pisoteada por su galope, mezclado con el cálido cuero de su silla que roza el lomo» y bla bla bla. Y sí, vale todo eso está ahí, alborozado, piafando, desde el mismo inicio de la vida de este Corpus Equus: huele a cuadra, con dejes de cecina equina (espero no se hayan comido al caballo), joder, uno esperaba a Babieca o Bucéfalo, y nos encontramos a un rocín flaco, caballo de mala traza, de alzada menuda y basto. Pero huele bien, no lo negaré, al final se queda en una inofensiva entelequia aromática de acordes de cuero algo pedestres, a posta eso sí, y poco más. Un poquito almizclado por acá, maderas por acullá, un buen montón de moléculas punzantes pero bien puestas en las esquinas romas de la botella minimalista. Uno pensaba encontrarse algo más cercano al verdadero olor de un caballo, ya puestos a hacer el indio, ¿no, señor Duchaufour? Hubiera sido genial que el maestro perfumero pudiera haber leído a Warner Bellah, uno de los mejores autores de relatos y novelas sobre la caballería en el Salvaje Oeste, aunque por debajo de luminarias de la talla de E. E. Halleran o Haycox, o incluso Paul Horgan. Aunque Bellah es tan políticamente incorrecto hoy en día que si se enterara la tribu «orientalista» de Michelyn y Yosh no tardarían en cortarle su cabellera -suerte que es calvo-. Como decía, si buscara verdadera inspiración leyendo a los especialistas, así tal vez hubiera aprendido cómo diantre huele un caballo de verdad, un caballo soldado del 7º de Caballería al mando del teniente coronel Custer, y así imaginar cómo podía olerse a la columna de Reno allí parada, todavía montada, antes de cargar por aquella cañada infausta. Con la carne caliente y el cuero y el nitrógeno de los caballos, su pestazo ardiente y limpiamente sulfuroso. El intenso olor a rancio de los hombres desaseados. Y el sol poniente ardiendo brillante, y los cansados animales reteniendo el eco de sus dorados crepusculares en las joyas húmedas de sus ojos. ¡O mejor aún, señor Duchaufor, qué tal recrear el olor de un caballo appaloosa de los Sioux!, con su guerrero perro montando y su pestazo resinoso, salado, rancio. Plasmar el humo de madera y la fetidez de su aliento, pues comen entrañas de animales (para los comanches era un plato exquisito el feto de yegua), fuman tabaco sin procesar, todo un miasma magnífico enmarañado por el sudor avinagrado y punzante de sus cuerpos bronceados sin lavar. Y la grasa animal de su pelo y el cuero viejo y las pieles curtidas con liga para pájaros para sus arcos y los rifles Henry de contrabando. Y luego el olor a la batalla, de la pólvora y la sangre tiznando de volutas azafranadas las límpidas corrientes del Little Bighorn; el olor del jabón para sillas de montar en el cuero aún rígido, la áspera lana empapada por el sudor y la sangre, y el suave marrón del aceite para armas, y el ácido carbólico burbujeando en las carnes desgarradas. Sí, qué magnífico hubiera sido recrear este olor, en puesto del aburrido y esnob semental de la Goodsir, el olor del propio caballo de guerra de nuestro Tasunka Witko, más conocido como Caballo Loco.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.